martes, 20 de mayo de 2014

Rottenmeier, de Roberto Carrasco

La novela de Roberto Carrasco tiene, a priori, el sabor de las grandes obras costumbristas, pero ya desde su primer capítulo se rebela en su impertinencia de patada en la boca, en su caída libre hacia la perversión y su impenitente búsqueda de la pérdida de la inocencia.

Porque sí, uno se cree curado de espanto a estas edades, pero cuando le proponen la historia real de Heidi y de su institutriz, lo último que piensa es que lo que en el imaginario social se recuerda como entrañables dibujitos animados, posea la yaga de la vida en sus pieles, la crueldad de las pasiones humanas y su obtuso mundo de locura y depravación. Y, en el caso de que la urgencia novelesca tienda hacia el exceso, uno se espera que sea forzado, casi como nota humorística a lo que se supone inocente y nostálgico de una infancia que todos recordamos en mayor o menor medida. Pero no, aquí no sucede eso, y el resultado es sorprendente y muy disfrutable. 

Roberto Carrasco posee la extraña facultad de reventarnos la cara a palabras, de hacernos sangrar por las narices mientras nos muestra una realidad más que probable. Uno nunca sabe lo que es real o lo que es inventado de todo lo que nos cuenta, pero cada elemento casa como si no hubiera más opción a creerlo o sentirlo verdadero. Y eso es una habilidad difícil de encontrar hoy en día. Muy difícil. Como difícil es, más aún si cabe, crear un personaje soberbio, uno del que habíamos visto, escuchado y sabido un montón de naderías, pero que ahora se nos construye desde una perspectiva que jamás nos habíamos planteado antes. Carrasco se adueña de Rottenmeier, o más bien debería decir que Rottenmeier se adueña de Carrasco, y nos ofrece un recital de apaleamiento vital, de pulso con la derrota, de espiral de locura en descenso hacia un abismo del que nunca llegamos a ver el fondo. El autor malagueño se pone del lado de las respuestas y es al mismo tiempo quien nos hace plantearnos una serie de preguntas que no habíamos visto tras el velo maniqueo de la dicotomía Clara/Heidi contra Rottenmeier. El bien contra el mal. Aquí está la paleta de grises que no habíamos sabido buscar, y eso nos coloca de inmediato en nuestro sitio: ¿Acaso nos sentimos más cómodos pensando que el mal es innato, que no hace falta buscar porqués cuando los hechos son tan terribles?

Con el sesgo de la primera persona narrando las desventuras de esta insidiosa mujer, el autor juega a que amemos la posibilidad de odiarla, o a que odiemos el amor que, sin obligarnos, sentimos hacia ella. Empatía fosca, brusco lamentar, el personaje principal nada a través de una locura que, después de todo, el lector ha de valorar en su justa medida, pues este es uno de esos libros que no permite medias tintas: te obliga a juzgar. Sientes la necesidad de juzgar una vida trágica y unas decisiones y comportamientos deleznables como si eso fuera a cambiar algo. Te ves forzado a colocar cada acontecimiento en su cajita del bien y del mal, separando como si no hubiera matices, y el experimento te explota entre las manos, lanzándote a la cara el reflejo de lo que somos como humanos, con nuestras pasiones, nuestros odios y ese espinoso y encabritado afán por hacer el mal a quienes nos ofenden. 

Religión sádica, sexo con la cabeza cortada, fantasía al servicio de lo improbable, tensión calma, redención sublime, todos ellos elementos que se funden entre sí en una amalgama a ratos confusa, pero que al final siempre acaba proporcionando respuestas, marcando el camino sin transitar los lugares comunes que se le presuponen a una novela políticamente correcta.

Aquí no hay de eso, digo. Aquí hay realismo del más sucio y una historia con mayúsculas, ejecutada con pulso apasionado por un autor que lleva la novela en su ADN y que se destapa como un escritor con voz propia y mucha vida interior que mostrar. Seguiremos atentos, pues la recompensa hasta el momento ha merecido la pena.

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