lunes, 17 de enero de 2011

Reseña de "Un año de palabras", de Ignacio Becerril Polo (Parte 1 de 2)

Si algo envidio de este autor, es, sin lugar a dudas, la "juventud" con la que escribe. Nachob es un autor que vive en continua persecución de un rayo de luna, de ese final perfecto, y que aún no ha cejado en su empeño de retorcer cada historia como si no hubiera mañana. Más que disfrutar escribiendo, parece que le doliera dejar de escribir. Capaz de desenvolverse en cualquiera de los géneros que conozco: fantasía épica, ciencia-ficción, terror, género policiaco..., Nachob nos regaló esta antología como experiencia vital de su primer año volcado al arte de contar historias. Y yo, que he tenido el placer de conocerlo y compartir con él experiencias, obsesiones e historias, he descubierto que todas las apreciaciones iniciales que tenía sobre su categoría como narrador, se han potenciado sobremanera tras leer la primera parte de su antología.
Como es un libro extenso y con enjundia, he decidido dividir la reseña en dos partes. Esta primera es la de los cuentos, doce relatos que en realidad son dieciseis, y que ahora paso a destripar:

Se le oía cantar: a pesar de que Ignacio Becerril es uno de esos autores que insisten en que un escritor se hace a sí mismo y mejora con los años, la constancia y las páginas escritas, este relato es la mejor muestra para entender que, además, un escritor tiene algo innato, algo inherente a su naturaleza, que se podrá perfeccionar, pero que innegablemente habrá de estar ahí, como el germen de todo. Nos encontramos por primera vez con esa capacidad prodigiosa para narrar y sorprender, con esa habilidad para trenzar ideas y exponerlas como un mago. O un prestidigitador, más bien. Porque la información aparece y se nos oculta a voluntad; el autor nos maneja e incluso llega a sermonearnos veladamente. A nosotros, a la raza humana. Nos habla de la necesidad de tener héroes, pero también de sufrir villanos. Nos habla, al fin y al cabo, de que la dualidad entre el bien y el mal no nace de las estrellas, sino del propio hombre. Y lo hace con una sencillez, con una melancolía y un buen gusto, que no sólo nos obliga a enfrentarnos a ello como meros lectores, sino también como personas.

El Tirano: hablar de este relato supondría horas, cientos de páginas y de cafés. Porque este relato lo contiene todo. Dividido en tres capítulos, mientras leía el primero pensaba que le estaba viendo los engranajes a la trama, que todo era un videojuego, que el cliché virtual era evidente. No me equivoqué. Y sin embargo, el autor lo lleva más allá, mucho más allá, hasta el punto de adaptar la evolución al hombre, y no el hombre a la evolución. Las maquinitas acaban siendo Dios, y sus videojuegos se diseñan en base a la teoría de cuerdas. Tiene, a mi parecer, dos fallos importantes: uno es la extensión, excesiva; y el otro es su carácter meramente expositivo. Desde luego, son errores que todos necesitamos cometer cuando empezamos a escribir, pero el potencial latente de sus ideas es tal que se le perdona cualquier cosa.

El encuentro: este relato me parece un prodigio de la descripción. El estilo expositivo de Nachob queda perfectamente definido en unas pocas páginas, en las que creemos conocer realmente a ese personaje. Si bien el efecto final resulta precipitado y la idea sorpresiva esté ya demasiado manida, me quedo con esa habilidad para describir, huyendo del lirismo, pero sabiendo utilizar las palabras adecuadas.

No hay prisa: siempre he dicho que Nachob es uno de los escritores con más y mejores ideas de todos nosotros. Quien lea este relato tendrá que darme la razón. El autor nos recuerda que siempre se puede dar una vuelta de tuerca más, que se puede condensar una historia compleja en apenas unas páginas. Sus carencias son las de siempre en estos comienzos: aunque intenta acercarse al dinamismo a través de un monólogo, la acción suele limitarse a lo que nos cuenta el narrador. Pero la premisa inicial y el giro final son de escritor con fondo de armario, de imaginación incontenible. El resultado es más que satisfactorio, creando un cuento de los que inspiran, de los que invitan a escribir.

Dios es un cruel amante: a pesar de ser un relato escrito para castigarnos, para que nos regocijemos emocionalmente en su premeditada crudeza, también refleja algo que el autor no puede ocultar: un genuino instinto de protección, un miedo paternal latente y de alguna forma pesadillesco. Por eso mismo, y a pesar de que no nos lo queramos creer en toda su dureza, es inevitable sentir un escalofrío al llegar a la redención final.

Reflejos en un espejo cóncavo: relato de terror más clásico, heredero directo del horror lovecraftiano. Quizá sea uno de los primeros cuentos del autor en esa vertiente más sangrienta y macabra que tanto me gusta, preocupada por desasosegar antes que por buscar un significado más profundo a lo que nos relata. Aquí no hay concesiones, y después de la sorpresa final, Nachob lo finiquita con un capítulo brutal que nada tiene que envidiar a la prosa del de Providence.

El odio: el horror de la costumbre, el de las ilusiones rotas. Nachob nos habla aquí del odio que engendra el amor, del choque de personalidades y la imposibilidad del ser humano para entenderse. Logra algo complicado, que es mostrarnos dos verdades distintas, y una tercera que ejerce de testigo forzoso. El final es tan extraño como enigmático, y deja un poso amargo del que difícilmente te puedes desprender.

Ratas: historia de policías corruptos y venganzas. Nachob, en su afán por encontrar el final perfecto, refuerza el carácter moralista y de sueño de los justos que transmite este relato, consiguiendo así una mayor empatía instantánea con el lector en detrimento de una ambivalencia que huya de lo maniqueo. Mención aparte merece la estructura de este y de muchos otros de sus relatos, separados en fragmentos que alteran la linealidad, todo ello enfocado a un único objetivo: sorprender e impactar en la traca final. Aquí, sin duda, lo consigue.

Donde anidan los mirlos: es en los relatos épicos donde Nachob me deja sin palabras. Posiblemente este relato sea mi favorito de la antología. Y no por novedoso, pues en él se funden muchas de sus características comunes: introspección expositiva, final sorpresivo, brutalidad, narración si fisuras, héroe derrotado, mártir inocente…, pero, sin embargo, la fusión de todos estos elementos en el contexto en que se nos plantea, convierten el cuento en una joya, casi como una bella canción que no te puedes sacar de encima. Juega con la melancolía, la rabia y el honor. Nos hace reflexionar sobre estos conceptos. Pero nos deja sin palabras para hacerlo. Hay magia entre sus líneas.

Un segundo, una vida: radiografía psicoanalítica que constituye el cuento de terror más desapasionado de la antología. Da escalofríos intuir el escalpelo con el que Nachob disecciona los sentimientos, casi como si fueran órganos atrofiados. El relato está escrito desde el cerebro, pero ataca a la víscera. En esta ocasión, el estilo expositivo aporta una frialdad que se ajusta al objetivo del cuento, una telaraña de intereses estoicos que desemboca, inevitablemente, en tragedia.

De máquinas y hombres:

    As time goes by (el dolor no es bueno): sorprendente relato asimoviano que retrata la búsqueda de humanidad en un mundo deshumanizado (y lleno de detalles de escenario), ya sea en los hombres como en las máquinas. Nachob nos pone en la piel de un policía, uno de sus personajes favoritos, para hablar sobre eso que ya nos hablaba Kubrick en su 2001: ¿dónde reside nuestra humanidad esencial?, ¿es más humano quien nace humano o quien se comporta como humano? Interesante y, para no variar, con un final sorprendente.

    La mala hierba: brutal fábula de ciencia-ficción, que funde en sus pocas páginas los conceptos de religión, humanidad, naturaleza y tecnología de tal forma que parece fácil hacerlo. Y sin embargo, he de dar fe de que eso está al alcance de muy pocos. A pesar de tratar un tema recurrente, este es otro de mis relatos favoritos. El final es, sencillamente, escalofriante.

    Una decisión lógica: se nos plantea el nudo definitivo, la batalla inminente, y asistimos a la mutación mientras el mundo intenta amoldarse a la nueva realidad. Y al final, el paradigma nachobiano: nada de lo que has pensado ocurre, lo que sucede es justo eso que no habías tenido en cuenta. Y acabas dándole la razón, porque es del todo probable.

    Mundo humano (almas de metal): este relato tiene una lograda atmósfera descriptiva del horror, de la aberración de la carne rota. Y lo que más me gusta es que acaba siendo exquisitamente prosaico a pesar de sus premisas metafísicas y religiosas sobre la contaminación a la que la razón somete al alma.

    Evolución: Nachob encuentra en esta narración su relato perfecto, pues necesita de la exposición para hacerse realidad. Es una orgía de ideas trascendentales y genuino carácter lúdico. Como un ciclón, una fuga musical. Creo que me encanta. Por sus ideas y por su vehemencia. Por esa incapacidad de poder evolucionar sin dejar de ser lo mismo que ya somos.

Cómo decirle que le quiero: delante de este relato sólo puedo sentirme un mero espectador que acaba confirmando sus sospechas: Nachob es, por encima de todo, un romántico sin remedio. Alguien enamorado de la posibilidad de transmitir, sabedor del poder que tienen las palabras. Y aquí escribe sabiéndolo y haciéndonoslo saber. Escribe feliz y enamorado. Y eso se nota.

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