domingo, 15 de mayo de 2011

Crítica a "La chica de la fábrica de cerillas", de Aki Kaurismaki

Cuando llevamos apenas unos minutos de visionado, parece que estemos asistiendo a una versión de ''La Vida Secreta de las Palabras'' dirigida por Michael Haneke, pero a medida que avanzan los minutos nos vamos dando cuenta de que esta historia no encierra dolor, sino que es el propio dolor en sí. Pero no es un dolor lacerante, que sangre y pierda la vida a través de una yaga: es un dolor aséptico, vacío, que no ha de morir porque ya nació muerto.

Aki Kaurismaki es el Haneke o, como dicen, el Bresson finlandés, pero con una máquina congeladora en lugar de una cámara de cine, que por cierto, es estática y no se mueve más que cuando tiene que recogerla y guardarla después de acabar su día de rodaje. Y el dolor de esta película en concreto es la propia vida de una mujer (interpretación preocupante, demasiado real para llamarla interpretación: esa expresión siempre como a punto de vomitar debe de ser consecuencia de una vida propia a la sombra del mismo mundo interior que habita el propio director) que trabaja en una destartalada fábrica de cerillas y se aloja en una casa pequeña y triste con su madre y su padrastro (por ejemplo, porque la información que nos proporciona Aki es la misma que la que pudiéramos encontrar en una caja de cerillas). Estos la odian y la ignoran, pero ella plancha, lava, cocina para ellos y cada mes les ofrece su sueldo íntegro. La joven rubia y poco agraciada sale de trabajar en aquella fábrica deshumanizante, mecánica y precisa, y se dirige a trabajar a su casa para unas personas que son casi como los propios robots de la fábrica que acaba de dejar, sin más sentimientos que los que intuímos en sus acciones para con la muchacha: crueldad, indiferencia, quizá un disfrute velado e intrínseco a esa crueldad, y total ausencia de amor. Esta percibe el atisbo de un refugio fugaz en pequeñas cosas como la lectura de baratas novelas románticas, una visita al cine, o la compra de un vestido que le ayude a encontrar pareja en alguna de sus salidas nocturnas. Cuando por fin un hombre se fija en ella y la invita a su casa, el rostro le cambia por completo: ha encontrado a su príncipe azul.

¡Spoilers!
Pero lo cierto es que su príncipe azul la confundió con una puta y desde aquella noche pasa de ella, la rechaza, y sólo la invita a cenar una vez para decirle el asco que le da, que le provoca tanta pasión como una jodida caja de cerillas, más o menos. Y ella se queda sola y casi parece ahogarse en su propia ingenuidad. Pero esa ingenuidad es flexible y no se quiebra tan fácilmente, y por eso le escribirá una carta cuando descubra que está embarazada, diciéndole que todavía pueden intentar una vida feliz con esa pequeña criatura en común... y él le contesta con una lacónica frase escrita a máquina: ''deshazte del renacuajo'', y un cheque para pagar el aborto. Sus padres reniegan finalmente de ella y la echan de su mísera casa, yendo a parar entonces a la de su hermano soltero (o al menos, eso es lo que parece ser).

Todo esto que he contado hasta ahora ha transcurrido con alguna breve interrupción de uno o dos diálogos de diez segundos de duración cada uno. El resto ha sido silencio. Silencio quebrado por múltiples sonidos de fondo: las máquinas trabajando sin cesar (¿por qué trabajan las máquinas?, ¿por qué no lo mandan todo a la mierda y abandonan su triste vida de ruidos y movimiento sin descanso?, quizá por el mismo motivo por el que todas esas personas que pululan alrededor de las máquinas siguen trabajando: porque no hay nada mejor que hacer en esas calles de color gris); la televisión dando trágicas noticias desde Pekín o desde cualquier otro lugar del mundo (¿Haneke, te suena esto de algo?); y sobre todo, la música sonando: música de discoteca, de gramola, de bar... música con letra, la única voz en off de la película, el auténtico narrador de los sucesos que estamos presenciando... pero, ante todo, por lo que nunca se ve roto ese silencio casi constante, es por un ''hola'' o un ''adiós'', ni mucho menos por un ''te quiero'' o por un ''¿cómo te ha ido en el trabajo, princesa?''. No oímos nada de esto porque esas palabras no existen en ese mundo. Y a partir de ese momento en el que parece que todo está perdido... bueno, pues más de lo mismo, sólo que ahora comprobamos que la ingenuidad de nuestra gris protagonista no era tal, sino el único atisbo de humanidad e inteligencia de cuanto habíamos visto hasta el momento: quizás albergaba la esperanza de que alguien reaccionara y la sacase de ese lugar aletargado y momificado, que las otras personas hicieran caso a esa voz agonizante que les gritaba desde su interior para que recuperasen su humanidad esencial. Pero no, descubre que eso es utópico, no es algo real, no es algo producente que genere más cerillas o más cheques como el que le han dado para pagar abortos. Algo real, piensa, es ese sobre de matarratas, por ejemplo; real y producente es verterlo en una botellita y suministrarlo a diestro y siniestro para acabar con todo el que se cruce en su camino: ese mismo camino que la llevó a juntarse con seres que la habían ido matando lentamente, desarraigándola de sus toscas esperanzas y anticipándole la única salida para tanta mierda (porque ella no es ninguna romántica, espera el amor como espera cada caja de cerillas defectuosa en su puesto de trabajo). No ha aprendido otra cosa en su vida. En aquel lugar que no es Finlandia, pero se le parece, no existe el amor ni la ternura. El romanticismo está desengrasado y no sirve para prender ningún cigarrillo ni para nada que convierta la madera en otra cosa.

La chica de la fábrica de cerillas se venga de ese mundo, pues ''la flor del amor ya se marchitó, ella lo daba todo pero no recibía nada'' (como dice el tango con el que cierra esta ¿inhumana? cinta de poco más de una hora de duración). Y por eso mata a su amante de una noche. Y también a aquel borracho que conoce durante quince segundos, por si acaso. Y cómo no, a su querida madre y a su bondadoso padrastro. Pero no vemos sangre ni contacto entre sus pieles, no hay ningún cuchillo con el que verter sangre porque no hay sangre. Se venga de la manera más adecuada, la única que existe en ese mundo: con veneno, con matarratas. Tampoco vemos los cadáveres ni la agonía de las víctimas (en esto se diferencia de Haneke, es aún más frío que él... el mismísimo Kubrick parecería Spielberg rodando E.T. al lado de Kaurismaki...), simplemente vemos cómo un par de hombres con una placa de policía tal vez, irrumpen de pronto en su lugar de trabajo y se la llevan a algún sitio. Ella baja la cabeza con el rostro imperturbable y les acompaña con la sangre tan agitada como cuando se iba a la cama cada noche después de servirles la cena a sus padres y haber regresado de la disco sin que ningún chico la hubiera sacado a bailar. Exactamente igual. Todo sigue igual de gris, igual de industrializado e inhumano. Igual de feliz. Sólo que ahora hay cuatro personas menos en aquel mundo, y ella es la causante de que estemos en esa situación. Si esta venganza le ha reportado algún desahogo, es algo que tampoco sabemos. Su rostro es neutro. Por lo pronto, ella seguirá leyendo sus novelas de amor en alguna celda tan acogedora como la casa donde vivía, seguirá haciendo lo mismo que hasta entonces, pero sin trabajar. Se ha ganado unas merecidas vacaciones. Al fin y al cabo, así como la ironía es muestra de inteligencia, el llanto lo es de ingenuidad. Aki Kaurismaki es tremendamente inteligente, pero Dios Santo... está más muerto por dentro que una puta caja de cerillas.

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