Es increíble descubrir cómo años después de haberla visto, Crash sigue acudiendo a tu mente una y otra vez, insinuando que has pasado por alto lo que creías estar pasando por alto mientras la veías, asegurándote que hay mucho más detrás de toda esa fría perversión... y de hecho lo hay, pero quizás más como valor subjetivo que como mera definición. ''Crash'' deja bien claro sus intenciones desde la primera secuencia, con la rubia Déborah Kara Hunger destilando sexo por sus poros mientras se deja follar contra la fría superficie pulida de una avioneta. Sus manos se deslizan con lujuriosa avidez por el metal, e intuímos que es ese contacto el que la lleva al éxtasis erótico, no el hombre que tiene por detrás. Si Lynch es el que pone los límites de la abstracción y la intuición del espectador, y Haneke es el que peor nos hace sentir delante de una pantalla; Cronenberg es el que pone los límites de la visceralidad y la degradación humana. Jamás se mostró en pantalla un comportamiento sexual tan desviado y contranatura como en esta cinta, ni siquiera en La Pianista, y me atrevería a decir que tampoco en ninguna hard-porno de esas que consumen los más desquiciados. No al menos como se exhibe aquí, de una manera tan inteligente y, a pesar de lo que uno pudiera pensar, con tan buen gusto.
Cronenberg nos muestra la desviación psicológica de las personas a través de su corrupción sexual y su deformación física, conjugando elementos tan opuestos a priori como los accidentes de tráfico y el placer sexual; la carne abierta, cicatrizada y deformada con la sensualidad inherente de los orificios naturales del cuerpo humano. Estamos ante una película salvaje, incómoda, alarmantemente excitante, que se basa en escenas de sexo explícito alternadas con escenas de sexo verbal, en una escala que va de lo perverso a lo gravemente enfermizo. Elías Koteas realiza una interpretación descomunal (que pocos serían capaces de llevar a semejantes extremos) al convertirse en un amante de los accidentes legendarios de coche, cuya idiosincrasia recrea junto con un grupo de personas que, como él, parecen obtener una satisfacción orgásmica de esta actividad, algo que el sexo no parece proporcionarles. Cuando el protagonista, un joven director (James Spader) colisiona con el coche en el que viajaban Holly Hunter y su marido, vemos cómo este sale despedido y muere en el acto, pero quedamos atónitos al comprobar que la primera reacción de la aturdida mujer es destaparse un pecho y enseñarlo al ocupante del otro vehículo, el malogrado Spader. A partir de entonces, Spader conoce a Koteas y queda enganchado a esa extraña droga de riesgo, adrenalida, sangre y sexo que le ofrece, abriéndole ese mundo de perversión a su también insatisfecha mujer (la Hunger), quien parecía haber estado esperándolo desde hacía mucho tiempo. Los personajes de esta cinta no parecen conocer lo que es el amor, parecen afrontar sus relaciones sexuales (incluso con otras personas) absolutamente faltos de esperanza por obtener un placer que se nos antoja más espiritual que meramente carnal. Cuando la Hunger llega a casa y se encuentra con su marido, este le pregunta si esta vez ella se ha corrido (ambos han tenido sexo con otras personas en sus respectivos trabajos), y ella le dice que no, a lo que él contesta que quizá la próxima vez... Entendemos entonces que ambos viven en una continua búsqueda de la felicidad basada en el placer, quizá metaforizando la frenética monotonía de nuestro estilo de vida actual, en el que nada parece satisfacernos por completo. Tan sólo una experiencia nueva y arriesgada como la que se les presenta, que les exige ponerse al límite cada vez, salvando la delgada línea que les separa de la muerte para obtener así lo que buscan, parece llenarles de una forma distinta. Los accidentes de coche se nos antojan viscerales, con todos esos hierros humeantes y retorcidos impregnados de sudor y sangre, mezclándose dolorosamente con la carne y cobrando una textura orgánica bastante inquietante que basta como estampa visual para poder entender la atracción sexual que genera en esas mentes enfermas, alienadas quizá por una sociedad conformista que nunca aceptaría su comportamiento. Sin embargo, nuestros protagonistas jamás se plantean el porqué (si acaso vagamente) ni tan siquiera parecen extrañarse ante la existencia de este peligroso juego mortal, lo dan por hecho y lo aceptan, lo que podría interpretarse como la intención de Cronenberg de dejar en evidencia el grado de perversión al que ha llegado la humanidad, empujado por la monotonía y la gradual pérdida de los sentimientos ante semejante bombardeo de salvajadas y actos atroces que vemos y sufrimos a diario.
El film, por tanto, ofrece varias e inquietantes lecturas, todas ellas relacionadas con la soledad del ser humano en su eterna búsqueda de algo que le merezca la pena experimentar en un mundo extasiado de sí mismo. Cronenberg insinúa creación y fertilidad en el accidente, permuta el concepto de desastre en algo cuanto menos productivo (y así nos lo hace ver continuamente diciendo que desde el accidente parece que hubiera más coches en las carreteras). Intenta así confundirnos y dejarnos sin aliento, casi hasta sin capacidad de análisis (y lo consigue, pues tuve que esperar varias meses para poder asimilar lo que había visto). Crash bebe temáticamente de las aguas turbulentas de Tetsuo, pero su estética no es tan asfixiante y hortera como esta, sino que es Cronenberg puro: sugerente, morbosa, muy morbosa, orgánica y desoladora.
SPOILER
Al final, cuando Koteas ya ha perdido la vida y Spader parece desear lo mismo para sí mismo y para su novia, vemos cómo ella queda sepultada y herida bajo su coche, y él se le acerca y le pregunta si esta vez lo ha conseguido. Ella, desolada y aturdida, le vuelve a decir que no; a lo que él, mientras la toma por detrás, le vuelve a contestar que quizá la próxima vez... quizá la próxima vez...
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