viernes, 6 de septiembre de 2013

Bolsa de la compra — Pequeño catálogo de amores imaginados

A partir de hoy, y sin ningún tipo de regularidad prevista, iré colgando en mi blog una serie de pequeños relatos bajo el nombre genérico de "Pequeño catálogo de amores imaginados", una ventana al mundo que tiene por pared mis sienes. Amor, erotismo y una pistola de irrealidad entre ceja y ceja. Para ir abriendo estómago.

Con el de hoy comenzamos. Espero que os guste.

Bolsa de la compra

La veo entrar en el mercado, ligera como la fundilla de plástico de un paquete de tabaco, amarga en hebras de nicotina, enhebrada en hilo de sexo. Un breve magreo pupilar me lleva a concebirla como una filigrana de piel, un potecito de mermelada al que le hubieran arrancado el tapón a mordiscos. Máquina expendedora, dadora experta de placer; comprendo que sus zapatos de tacón han sido diseñados para musicar algo ebrio en el xilófono escalado de mis costillas, algún dorremí en clave de orgasmo que me astille por dentro, pelándome hasta los huesos, dejándome con más hambre en mis ojos de lo que mi vientre pueda tragar.

“Tac-tac”, tacones rojos que van de la fruta al pescado, resbalando sobre los cadáveres de mil miradas de punta. Ella es consciente y ajena, plena en su satisfacción de dejar hombres insatisfechos, erectos de mil maneras. Ella tiene un monederito rosa y cualquier otro color en las mejillas. Lo demás poco me importa ahora que ya me tiene en carne viva.

«¿Quieres que te ayude con todas estas bolsas?», pregunto.

Su sonrisa la abre de boca como mi anhelo la abre de piernas, y un breve brillo de sus dientes me basta para cargarme de sus frutas y de sus pescados, de su catálogo de carnes, mieles y verduras. Me dirige con su mirada. No hay anillos en sus dedos.

«¿Quieres que te chupe como si fueras lo más dulce que jamás me haya llevado a la boca?» Pero no se lo digo, no vaya a ser que mi lengua eyacule de precoz lo que mi cuerpo lleva deseando desde que la viera entrar.

«Claro», dice, respondiendo a lo que quiera que le haya preguntado en realidad, y su voz es un musical en el que yo me siento actor secundario: la distancia entre su timbre y mi tímpano es tejido eréctil que de solo frotarlo escuece.

Así que salimos, uno cargado y la otra sin cargar. Fuma y me ofrece un cigarrillo con sus dedos solteros, desembarazados de todo menos de tabaco.

«Gracias. No fumo». Aunque es mentira y sé que ella sabe que es mentira, pero lo digo por decir, para no consumirme en palabras ni ser humo en su garganta.

«Te haría todas esas cochinadas que lees en tus recetas. Te mataría de comer».

Y ella sonríe porque va en su naturaleza sonreír, y tuerce calles y gira esquinas sin dejar de hacerlo, de mirarme, de dejarme mirar que fuma y que se rasca; y se rasca detrás de la oreja como si tuviera tos, como si tuviera alergia, o como si estuviera enamorada de cada una de las mil maneras en que ella se toca y yo podría tocarla. Me lleva hasta su casa y yo la dejo dirigirme. Me quedo erecto de espanto, muerto de peso: lleva todo un mercado entre mis dedos. Y entonces, frente a la boca abierta de un edificio antiguo, de capital, bostezo de yeso y de pintura que se cae, me tiende la mano y dice:

«Es aquí».

Su mirada jamás ha sido inocente. Se sonríe ahora para adentro, como si se estuviera tragando una broma que solo ella entiende.

«Gracias», añade. Del monederito rosa se saca un anillo de casada. «Me lo quito por las bolsas. Me molesta cuando voy a la compra». Saca algo de dinero también.

«Por las molestias», añade.

Me corro.

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