martes, 30 de agosto de 2011

Reseña de Piezas Desequilibradas, de Darío Vilas

Leyendo a Darío he descubierto una sensibilidad exquisita, enferma de personalidad, que recurre a la vuelta y revuelta del mismo o los mismos temas, como le sucede a esos a los que llaman artistas. Me ha sorprendido descubrir a un escritor no de terror, sino de sentimientos, con un delicioso sentido del humor, que desconoce perfectamente el mundo en el que vive y se enorgullece de ello, plasmándolo en cuentos raros, inclasificables y casi siempre memorables. Con lo poco que le había leído hasta el momento, jamás hubiera pensado toparme con alguien que padeciera las mismas inquietudes que yo (o, al menos, que fueran tan escandalosamente parecidas a las mías), por lo que me ha desequilibrado reconocerme en ellas, llegando a la necesidad de desear su tono para plasmar muchas ideas propias. Y es que su tono, su ritmo, su prosa, le sientan como un traje a medida a ese tipo de relato ingobernable y extraño que a veces se nos queda pegado al envés del cráneo. También es admirable que a Darío no le importe la extensión ni la digestión fácil de sus cuentos. Él sabe cómo contar lo que quiere contar, y es consciente de que lo que cuenta no necesita interpretación, porque de lo contrario se convertiría en algo vulgar. Y los cuentos de Darío son de todo menos vulgares. Son buenos y distintos a los de los demás, que creo que es el principal piropo que se le puede echar hoy en día a un relatista. Evidentemente, necesita de un lector en su misma onda de pensamiento, y eso no siempre ocurre. En mi caso, he encontrado cuentos sugerentes, cuentos con más y con menos fuerza, cuentos que requieren de varias lecturas, y más de un par de joyas incontestables. Pero ninguno simplemente correcto. Eso, a día de hoy, es muy difícil de encontrar.

Piezas desequilibradas: el estilo directo pero elaborado sitúa a Darío entre esos escritores que conciben las palabras como puños. El hecho de que además sea consciente de ello, provoca que no las escriba, sino que las lance directo a la mandíbula. Este primer cuento es la historia de un tipo que se dedica a matar vampiresas, aunque mi cabeza me insista una y otra vez en que sólo son adolescentes con ganas de follar (primera persona, subjetividad, imposibilidad de ver más allá de su ojo). Como metonimia del fondo y la forma, el personaje principal atraviesa los corazones de estas muchachas con cucharones de madera. Así es este relato: tosco y libre, independiente de los gustos del lector. Tiene personalidad y una dosis de desahogo consciente. Se preocupa en definir un personaje desequilibrado que al final no resulta ser más (ni menos) que el paisaje que contextualiza el comportamiento sexualmente atrayente y perturbado de todo su entorno. Me gusta especialmente que no busque la absurda complacencia literaria de las narraciones redondas, pues se conforma con entrar a mitad de cuento y salir en un punto determinado, cuando cree que ya hemos visto (leído) suficiente. La mano de Darío es aquí la del director de cine que sólo pretendía que entendiéramos lo jodidos que estamos porque nos preocupe más el meneo pélvico final de Maite que la tortura que está teniendo lugar ante sus (nuestros) ojos.

Una luz al acecho: de nuevo el individuo contra la sociedad, el arte contra (o a favor de, o gracias a) el horror. Las historias de Darío avanzan a golpe de percepción, siendo libres de ser interpretadas tanto por lectores como por sus propios personajes. Es, sin embargo, un relato menos satisfactorio que el anterior, que funciona dentro del conjunto como una nueva pieza desequilibrada, pero que podría llevar al engaño si lo analizáramos fuera de la antología. Y digo esto porque, al aislarlo, le despojaríamos de esa idiosincrasia de puzle incompleto que parece querer mostrarnos esta colección de relatos, y podríamos caer en el error de pensar que nos falta información. Sin embargo, todos los elementos están ahí: el cuerpo como cárcel, el destino como viaje de una sola dirección, el arte como sublimación de la persona y la muerte sin catarsis.  

El Demonio, Charles y Selvakumar: este relato me recordó al film “Dead Ringers” (Inseparables) del maestro David Cronenberg. Narrado en forma de leyenda, nos plantea, a pesar de su corta extensión, un viraje de ciento ochenta grados en la psicología de Charles, uniendo el mundo de la ciencia con el de la superstición mientras se apoya únicamente en el puente que le otorga el amor. De nuevo, un amor incomprensible que los demás interpretan como locura. Se trata de un relato extrañamente inquietante y demoledor que se digiere con lentitud y deja el poso amargo de las buenas historias.

Voluntad bajo cero: mi reacción ante este relato fue pensar: “joder, Darío, esto es justo lo que yo quería leerte”. Por dos motivos: el primero, porque es el tipo de literatura que a mí me gusta leer y por supuesto escribir; y el segundo porque, después del bagaje anterior de este mismo autor, tenía la sensación de estar recibiendo todos los ingredientes por separado, pero sin cuajar en una historia de este estilo. Realismo mágico sin concesiones. Visceral, preñado de temores, obligaciones, miedos. Frío y directo, avasallador. Alegoría del matrimonio cuando la pasión torna en escarcha y los embarazos son para quemar calorías. Todo un ejercicio de desgaste que acaba revelándose como una pequeña joya.

Yo (y el autobús número 4): no es un relato, es una canción, y como tal, suena al ritmo de una vorágine de sentimientos subcutáneos. Darío nos vuelve a hablar de droga y sexo, y del poder que tiene quien lo consume y quien lo suministra. Asistimos a un diálogo, un recuerdo y un corto viaje por carretera; pero tenemos la sensación de saber todo sobre esa chica. Ese retazo de vida germina en tierra abonada, y le otorga más valor a la incertidumbre que a una vulgar certeza.

¿Quedamos?: un relato exquisito, casi una fábula sobre el amor obsesivo y los asesinos involuntarios. Todo en él es destacable, desde lo infantil de su trazado, que le otorga una atmósfera algo surrealista; hasta lo implacable y previsible de su final, pasando por la oda que se le dedica a la inocencia y que nos remite directamente a la condena que suponen los amores platónicos y sus peligros.

Un minuto y treinta y cinco segundos: breve píldora de ironía y humor negro. Se trata de un cuento cinético, enteramente disfrutable, que a pesar de dar la impresión de no encerrar más que una anécdota macabra, se revela como un ejercicio cruel y existencialista. También podemos pasar de su hipotético mensaje y degustarlo con la despreocupación de una mera diversión luctuosa.

El diario de Silvia: la segunda joya imperdible de la antología se aproxima demasiado a Félix Palma como para pasarlo por alto. Sin embargo, el estilo de Darío es mucho menos florido, lo que, en este caso, le dota de una garra inusitada al relato, convirtiendo ese extraño humor negro en algo mucho más crudo, casi pútrido. Nos horada un agujero de entrada en forma de hastío marital y nos atraviesa la cabeza con programas, vergüenza y mierda para después salir por la nuca en un golpe bajo, surrealista y de una efectividad desgarradora, envidiable. A mi forma de entender, con sólo este relato me habría merecido la pena comprar la antología, pues se trata de uno de esos casos en los que me hubiera gustado ser el autor.

La muerte imita al arte: otro tipo de relato en el que, sin renunciar a la personalidad de su obra, se preocupa más por sorprender en un giro final exquisitamente macabro. Es en este caso una idea concreta ejecutada con sutileza de cirujano, que indaga en una de las máximas del trabajo de Darío: la destrucción del propio individuo como paradigma artístico y estético.

La bruja lusa: tal vez, el relato más completo de la antología. En esta ocasión, parece que Darío se toma su tiempo para ponernos en situación argumental, pero lo que en realidad hace es amasar nuestro tiempo delante de sus páginas para que seamos capaces de asimilar la narración con una sensibilidad distinta, próxima a la suya. Es decir, Darío prepara al lector para hacerle pasar un cuento de miedos por uno de terror. Miedos en plural: al abandono, al amor, a lo desconocido, a los muertos y a la muerte. Su final sólo sorprende si te coge desprevenido, pero eso no importa, porque nos ha llevado hasta allí en un carrusel de emociones. Me veo incapaz de describir por qué emociona, pero lo hace; y Darío lo sabe, pues no supedita toda la fuerza del relato al giro final. De hecho, en realidad no hay giro. Hay más de lo mismo: miedo y ambigüedad, imposibilidad de amar y de ser amado. Vómitos encima de cadáveres y esa sensación como de pérdida, de que se nos escapa algo entre sus líneas. El regusto que queda es amargo y complejo: el de los relatos geniales.

Purpúrea cicatriz: como relato aislado resultaría pretencioso y demasiado alegórico. Como colofón de la antología, tal vez haya sido la mejor opción. Porque entronca con el resto y huye de desambiguaciones. Encripta y al mismo tiempo desvela en pocas líneas todas sus inquietudes: la de la monotonía, la del trabajo en contra del individuo, la de la desidia y la ruina. Después de leerlo comprendemos el todo como conjunto, y nos preguntamos si quizá el autor no nos estará sugiriendo que la última pieza debería ser la nuestra, tan jodidamente desequilibrada como el resto.

5 comentarios :

  1. Una antología a la que le tengo muchas ganas. Ahora, todavía más.

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  2. Si no fuera porque ya tengo una pila inmensa de libros comprados y que están por llegar... Desde luego, me entran muchas ganas, además a Darío lo tengo pendiente desde hace tiempo; creo de todos modos que aprovecharé en el futuro para hacerme con su reciente novela. Lo que dices aquí ya pone los dientes largos.

    Un saludo, Nacho.

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  3. No te la pierdas, Kachi.

    Julián, creo que Darío es lo suficientemente pulp como para que te guste ;) Un abrazo, socio.

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