
Estoy seguro de haber descubierto a un escritor único, de esos que dejan una huella imborrable. De hecho, intuyo que cada vez que vuelva a ver la firma de Vilar-Bou impresa sobre cualquier obra, algo dentro de mí conectará un arcaico mecanismo que, de inmediato, me obligue a leer ese libro o relato. Porque no sólo creo haber descubierto a un gran escritor, sino también un nuevo estilo, una nueva manera de narrar, quizá una nueva forma de hacer literatura o, al menos, única en su especie, tan personal que abruma y despierta admiración. En el acertado prólogo (que no me llegué a creer hasta que acabé con el tercer relato de la antología) los miembros de Saco de Huesos nos hablan de un concepto extraño que acaban bautizando como filosofía oscura. Creo que aciertan de pleno. Porque Vilar-Bou no escribe terror, pero tampoco escribe filosofía. Escribe, que no es poco, y en su escritura se desnuda, se deja fluir, me llena el corazón.
A continuación escribiré todo lo que puedo escribir sobre cada uno de los relatos que componen la antología. Pueden leerlo, que para eso lo he escrito, pero quizá estén perdiendo el tiempo. No quiero ni tengo que venderle nada a nadie, tampoco soy uno de los principales interesados en que esto ocurra —me reservo esas fuerzas para publicitar mi propio libro con Saco de Huesos—, pero desde este momento digo que, si tuvieran que dedicarle tiempo a una sola lectura, quizá fuera mejor dejar esta entrada de mi blog a medias y regalarse ese mismo tiempo disfrutando de
Cuentos Inhumanos. Yo en su lugar no lo dudaría.
El diablo me dijo: breve introducción que sirve de antesala a lo que viene después, que funciona como pieza definitoria de estilo y nos abre el telón al verdadero espectáculo. Toda una declaración de intenciones, de espíritu y de estilo.
El hombre de arena: primer relato enigmático, absorbente, inquietante. Define a la perfección esa filosofía oscura a la que hace referencia el prólogo, la sensación de angustia inherente a los escenarios cotidianos, quizá más insinuada que escrita. Nos habla de la curiosidad existencial, del no querer dejar las cosas como están, del ir más allá o acaso intuir que todo ha de ir mal cuando parece que va bien. Es, por decirlo de alguna manera, romper el saco sin necesidad por el mero placer de dejar que se vierta su contenido.
El hombre borrado: una joya literaria. Una obra maestra del relato. Este cuento es casi perfecto, lo tiene todo: un ritmo impresionante, una angustia vital plasmada como nunca antes había leído, un desarrollo brutal y un final redondo. Es un canto a la melancolía, al amor compartido, a la vida. Y es el relato más terrorífico que he leído en tiempo, pues trata el mayor miedo del ser humano de una forma avasalladora, sin remilgos, sin catarsis. Nunca leí nada tan bueno que hablara sobre dejar de existir. Creo que no le puedo pedir nada más a un cuento.
El final de la pesadilla: el eterno retorno encerrado en un círculo de rutina. Contiene imágenes difícilmente comparables, como la gigantesca rueda desmembradora; y pasajes de terror de primera clase, como la desaparición del protagonista tras la cuarta puerta del sótano. Quizá trate sobre el miedo a la relación en pareja, o quizá sobre lo inevitable de los reflejos. El caso es que deja una sensación de vacío, y el ciclo se completa habiéndonos mermado en el camino.
Montenegro: oda a la vida mientras hacemos el amor con la muerte. Salto al vacío sin claras consecuencias. El final del camino, o el descubrimiento de la senda escrita.
El fantasma de Bellinzona: después de leer este relato, cualquier persona con un mínimo de sensibilidad entenderá que los fantasmas existen, y que llevan sus señas de identidad en la dactilaridad de su recuerdo, y en el miedo que nos produce la imaginación de su mera existencia.
Cuento para asustar a los niños: el Hanging Rock de Vilar-Bou. Un pueblo donde desaparecen las niñas sin motivo alguno. Un pueblo donde no se menciona a los niños. Consigue crear un espacio más que una historia. Mediante una serie de pistas escabrosas, creencias supersticiosas y extraños personajes, nos insinúa una y mil posibilidades, pero creo que lo importante es que ninguna explica, ninguna satisface, y quizá ninguna es necesaria.
Entrevista a William Kholer: breve fragmento definitorio del estilo circular, o cíclico si se prefiere, de Vilar-Bou. Cambalache mágico atribuído a la matemática del tiempo perdido, escondido en el limbo de aquello que buscamos.
El azar: nada ocurre por casualidad, todo tiene un propósito escondido en la frecuencia vital de las personas, en su ritmo. Por eso este relato nos habla del ritmo de la vida, de la ayuda que viene del cielo, de los ángeles de la guarda. O quizá de la simple sugestión. El final es precioso en su rico simbolismo.
Mundo reflejado: otro de esos pequeños fragmentos de Vilar-Bou que teorizan sobre reflejos, dobles realidades y destinos cíclicos. La metáfora es clara y aterradora: si no hay contacto a través del cristal es porque ambos mundos están regidos por el mismo egoísmo.
El famoso fotógrafo de fantasmas: exquisito relato breve en la línea del anterior, pero esta vez configurado con una serie de elementos románticos (la carta, la fotografía, el misterio), que le otorgan una mayor dimensión al inefable comportamiento humano, ajeno a las maravillas y a los verdaderos horrores que le rodean. Como siempre, el hombre absorto en sus pequeños e insignificantes quehaceres, comportamiento que Vilar-Bou retrata heredando una suerte de concepción artística próxima a Kafka.
El laberinto de la araña: lo maravilloso de este relato aterrador es que el autor no se aparta ni un ápice de lo que nos ha ido contando a lo largo de toda la antología. De hecho, este reconocido y recientemente premiado relato supone un colofón inmejorable para el libro. Puede que esto sí sea terror, pero en realidad no es un enfrentamiento con el mal. Una vez más, se revela como proceso de adaptación, como misterio sin resolver. Y, sin embargo, aprendemos a convivir con el monstruo.
Finaliza así una antología memorable, que ha superado con creces mis expectativas, y que, aunque lo diga al final, le debe gran parte de su éxito a su acabado visual, pues las ilustraciones de Verónica Leonetti hacen de esta sucesión de cuentos algo aún más extraño y homogéneo, casi como una corriente de pensamiento subconsciente que aterra e incomoda a partes iguales. Los trazos con textura surrealista de la ilustradora parecen saltar del papel y se agarran al mismo lugar herido que atacó el texto.
La combinación es irrepetible.