«Unas
veces cazas al oso, y otras veces el oso te caza a ti».
Llewyn Davis es esta vez el cazador, pero al
contrario que El Nota, se toma la vida demasiado en serio. Llewyn Davis es un
Barton Fink del Greenwich Village de los años 60, un músico folk que solo dice
cuando canta, porque hablar habla pero nunca dice. Por la película pasan
multitud de artistas o gente que dice ser artista. Todos, sin excepción, hablan
de ellos. De su arte. Y a nadie le importa una mierda lo que dicen los demás. Una
merienda de egos desnudos, sin dinero. Porque el artista está siempre demasiado ocupado hablando de
sí mismo, de su tragedia, de que el chollo se le jodió por culpa de otros. La
incomprensión. Con un sofá por cama que a cada día o a cada rato se le cambia
de tapicería y de paredes. Vivir para ser artista, no para comer. Comer es para
gente que solo existe, gente común que busca un futuro, sin ínfulas. Gilipollas
mediocres. Pero Llewyn es especial. Tiene hijos como quien escribe canciones. Los deja estar en Akron cuando sabe que están vivos. No abre la caja, como tampoco la abría Barton en aquella playa de película. Se limita a abortar por filosofía y a vivir su tragedia con ansia felina.
Salen tres gatos en la
película. El primero lo lleva a cuestas sin querer, el segundo lo abandona
conscientemente. Al tercero lo atropella y no lo socorre. Los gatos son
animales egoístas y traicioneros a los que solo les importa ellos mismos. Como
los artistas. Como esos músicos precarios que se desnudan en cada estrofa,
rasgándose la voz y las vestiduras, sin recibir nada a cambio más que una
mirada displicente del representante. De ese mirlo blanco que solo le toca a unos elegidos. Capullos con suerte. Infelices. ¡Joder, me recuerda tanto a esos putos escritores que se creen artistas! ¿Qué mierda de vida es la que nos espera a la gente especial, a los elegidos, a
los que bufamos cada vez que nos topamos con uno de nuestra especie? Por eso le
duele que le tiren cacahuetes y le echen a bailar. Porque lo que él hace no es
un número: es su oficio, su acto de amor, su higiene íntima.
Llewyn se moja los
pies yendo a buscar un destino que le ningunea y se le escapa. Se le escapa
como el gato. Y como el gato, Llewyn regresa siempre al mismo punto y comete
los mismos errores. Se lleva las mismas hostias, se cansa el mismo número de
veces, se harta tanto de su vida y de sus compañeros muertos, que a cada vuelta
de tuerca se acaba enamorando más de sí mismo. «¿Es que no ves que el final es
el principio?», me dijo mi mujer cuando acababa la película. ¿El final es el
principio? No, no es eso... ¿Acaso no me dices tú a mí que siempre vuelvo una y otra vez
sobre las mismas obsesiones? ¿Que no aprendo? No hay final, es así de sencillo.
Porque Ulises no es Ulises sin su Odisea. Porque, como a Llewyn, nos gusta ver
cómo todo se repite y sigue siendo una mierda. Con las costillas desolladas y
sangrando por los morros, nos despedimos de aquel coche que gira y que sabemos
que volverá a aparecer por la misma esquina dentro de tres noches. A Llewyn y a
mí nos gusta ser unos perdedores, unos músicos callejeros, de local de cuatro
duros y de media estrofa. A Llewyn y a mí, pobres diablos, nos encanta sangrar y ser especiales.
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